Una línea ondulada
Cuauhtémoc Medina
Ana Casas Broda: Album.
El 4 de noviembre de 1953, Hilda Broda visitó la tumba de Kurt Bettelheim, su primer marido. Lo había conocido en las Juventudes Socialistas Austríacas, pero tras ocho años de sufrir esclerosis múltiple, Kurt había fallecido en 1940, cuidado por su mujer y un amigo también socialista, Christian Broda. Al poco tiempo, Christian (reclutado a la fuerza para el Ejército alemán) se casó en secreto con la viuda. Hilda apuntaba en su diario: “Hoy, a veces, me sucede que no distingo bien entre los dos matrimonios. Era una línea, ciertamente ondulada, pero no hubo nada más que marcara tan profundamente mi vida”.
Uniendo su propio trabajo fotográfico con el de su abuela, Ana Casas ha compuesto una historia familiar que es un testimonio muy audaz de la forma en que el sucederse de las generaciones no es una línea vacía y recta, sino el recorrido ondulado por la resonancia entre los cuerpos, la comunidad de las imágenes y la repetición de la dicha y el infortunio eróticos.
El libro del Album de Casas se lee como una especie de novela: parte de los álbumes y diarios atesorados en los armarios de la abuela para reinventar un pasado cuyo centro es la función amorosa de las imágenes. Desde muy joven, Hilda Broda se había aficionado a la fotografía. Tomaba fotos de todo: su familia, los muebles, objetos y flores adornando la casa, su jardín y las ramas congeladas de los árboles en invierno, e incluso una larga serie de autorretratos ante el espejo donde Hilda aparece cargando su Ikoflex de doble lente a la altura del pecho. Son fotos delicadas, precisas, melancólicas: con una belleza y destreza formal muy por encima de la mera instantánea del aficionado ocasional. Batallas contra el tiempo que parecen querer poner a salvo la intensidad de lo privado en medio de la confusión y el desastre colectivos. Imágenes que hoy Ana Casas ha sacado del contexto y formato de la foto familiar para exponerlas en el Centro de la Imagen.
Lo notable de esas imágenes, y el motivo por el que la exposición no es sólo una historia de familia, es el modo en que este Album queda atravesado por una serie de transgresiones visuales: momentos en que la fotografía pretende ir más allá de su función de memento personal para cuestionar el rol de lo fotográfico en la creación de la identidad contemporánea. En 1963, Christian Borda, el Ministro de Justicia del primer Gobierno socialista con un Presidente judío en la Austria de posguerra, dijo a su mujer que iba a comprar cigarrillos y abandonó el hogar. Hilda se dio por tomar fotografías cuando su ex marido aparecía en la televisión, haciendo que su nieta se sentara junto a la tele para retratarla junto al abuelo. Las tomas, marcadas por el contrapunto entre el destello azulado de la televisión en blanco y negro y los tonos cálidos de luz eléctrica de la habitación, hablan de una fe desesperada en el poder de la fotografía, ese arte de magia que pretende reparar la ausencia. Hay pocas imágenes que hablen tan profundamente de la extra–a familiaridad que los medios tecnológicos nos han proporcionado con respecto a la efigie de nuestros fantasmas. Atestiguan el uso más privado que puede hacerse de un medio público.
Décadas más tarde, su nieta Ana Casas habría de heredar esa obsesión por abusar del retrato íntimo para formular un lazo simbólico transgresor. En una entrada de su diario, del 2 de octubre de 1988, Casas se pregunta si las fotos son una forma de lidiar con la pregunta de la identidad y el vacío de la vida. Así, entre 1988 y 1993, llevó a cabo una serie de cuadernos donde posaba desnuda siguiendo paso a paso los progresos de una dieta reductora de peso. En 1989, Ana vivió en casa de su abuela en Viena, donde se dedicó a revisitar el jardín de su infancia, retratándose desnuda entre los árboles y sentada en la silla que solía usar cuando era niña. Quería ir más allá de sus recuerdos para entrar en la intimidad de las mujeres que son, efectivamente, el linaje de su familia. Se empezó en retratarlas en los mismos sitios y posiciones donde habían posado para Hilda: la misma banca, bajo el mismo árbol, en el mismo rincón del jardín. Al poco tiempo, las convenció de posar desnudas: la abuela con un pecho de menos, producto de una operación, y su madre Johanna flotando sensualmente entre burbujas de jabón en la tina de baño.
El recorrido culmina con una imagen no menos inquietante: un video de la abuela recostada sobre la cama del hospital tras sufrir un derrame cerebral, mirándonos desde la profundidad del terror de sus ojos de apoplejía. Un cuarto de siglo atrás, Hilda Broda nos dejó un hermosísimo retrato de su madre nonagenaria enferma.
En más de un sentido, el Album de Ana Casas es un testimonio del modo en que la fotografía ha hecho accesible el pasado personal al distorsionarlo. Nuestros retratos, al permanecer más allá de los mismos retratados, acaban por desplazar a la memoria: se vuelven el recuerdo mismo, por tanto sujeto a ser a la vez transformado por otras imágenes. Este pensamiento transpira con enorme claridad en el propio texto de Ana Casas: “Me sumerjo en los álbumes como si escondieran un secreto, la clave de algún misterio. No distingo entre las fotos y mis recuerdos, ya no sé si los he construido a partir de imágenes”.