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Es sábado, hora de la comida. Lucio duerme, Val ve a unos posibles compradores para su camioneta. Hago pasta con crema y jamón. Llamo a Martín a comer. Como siempre, lo llamo al menos diez veces. Empiezo a fastidiarme. Se sienta a la mesa y acordamos que cuando termine, jugará videojuegos. Es lo que más desea. Se pone muy contento al ver la pasta. Come uno o dos bocados y juega alrededor de la comida.

 

Lucio se despierta. No está de buen humor, parece tener más sueño. Se pega un rato a mi pecho. Casi siempre lo contenta. Intento sentarlo en su silla. No quiere. Lo dejo en una silla normal y le doy un bocado, lo rechaza. Martín tampoco come, juega. Odio repetirle que coma. Solo le digo: Ya sabes que para jugar videojuegos, tienes que comer. Nos levantamos, vamos al estudio, damos vueltas. El plato sigue sobre la mesa.

 

Repito: Si no comes, no jugarás videojuegos.

 

Empieza a llorar y a gritar. Pide jugar. Lucio está de pie en la silla. Sigue sin querer comer. Voy a la cocina. Vuelvo y veo pasta, jitomate, coliflor, pollo empanizado, todo en el suelo.

 

Martín me sigue gritando. Tomo a Lucio en brazos y lo bajo al suelo, regañándolo con voz fuerte. Martín me grita más, defendiendo a Lucio, insultándome. Mamá mala, maltratas a los niños… Me sigue por la casa gritando y llorando sin parar. Creo enloquecer. Suplica jugar videojuegos. Ya no puedo echarme para atrás, aunque es lo que más deseo: encender el videojuego y olvidarme de sus gritos. Pero no, no puedo. Tantos problemas porque nunca soy consecuente, porque no conoce límites, porque por comodidad o por mi propia falta de límites no le he enseñado a controlarse.

Lo veo sufrir, pero no puedo soportar sus gritos. Me sigue, me pega. Voy al sofá y me siento, se me echa encima gritando, llorando. Me tapo los oídos. Solo quiero marcharme diez minutos, un poco de silencio para poder pensar, salir de ese remolino. Veo a Lucio y siento pena porque vive esa situación. Veo a Martín y siento pena porque no sabe controlarse. Me siento muy culpable. Y a la vez, solo deseo golpearlo, que por fin se calle, me deje en paz por un minuto. No sé cuánto tiempo pasa.

 

En algún momento, decido bañarlos. Poco a poco Martín se calma y deja de gritar. Encendemos la tele. Juego con Lucio, se ríe, lo cargo, lo levanto por los aires, lo persigo. De pronto todo parece estar bien.

 

Y sin embargo, tardo días para salir de esta depresión. Me siento tan incapaz de brindarle contención a Martín, de educarlo, de darle parámetros de vida, de ser su ejemplo en algo, en lo que sea. Tengo miedo de mi falta de control, de algo que parece escapárseme y me asusta.

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