Un líquido sale de mi vagina. No sé si es el tapón. Por la noche sale más. Empiezo a tener contracciones. Siento algo que sube por mi cuerpo, lo recorre y luego, poco a poco, se va. Aviso a Val y le digo que siga durmiendo. Pongo la cámara en el trípode grande, prendo las luces. Estoy sola en mi cama. Extiendo la colcha azul y me acuesto. Cada vez que viene una contracción, disparo. No siento dolor, solo algo muy intenso que me recorre. Tengo la cabeza clara. Esta vez me emociona sentir contracciones. En el parto de Martín solo empecé a tenerlas cuando me pusieron la oxitocina. Eran insoportables. La amenaza de haber roto aguas hacía más de veinte horas me llenaba de miedo.
Me meto a la tina. Val toma fotos desde arriba. Las contracciones son más intensas. Marean. Es hora de llamar a Barroso. Nos vemos a las siete de la mañana en el hospital, dice. Es la una. No llegaré hasta esa hora, respondo.
Llegan los papás de Val para cuidar a Martín. Nos subimos al coche. Las contracciones son violentas, marean más y hacen que sienta cada movimiento del coche. Entro caminando al hospital. Me suben a una camilla. Tiene diez centímetros de dilatación, dice la enfermera. Mireille, la partera, es la única que ya llegó. Me sostengo en ella para andar a la sala de partos. Me acuestan, ya quiero pujar. Llegan Barroso y la pediatra. Pujo. No puedo, grito. Mireille me guía. Vuelvo a pujar y siento mi vagina rasgarse. Lucio sale. Me lo ponen en el vientre. Es perfecto. Lo toco, lo beso. Es Lucio. Lo revisan unos minutos, pero me lo dan enseguida. No me vuelvo a separar de él. No dejo ni que lo bañen. Su olor me transporta. Se acurruca a mi lado, se prende de mi pecho. Dormimos así. Es perfecto.