Martín y Lucio juegan. A veces pelean, otras son cómplices. Poco a poco, Martín y yo discutimos menos. Aunque casi siempre estoy en casa, cada vez que paso un rato con mis niños, me siento invitada a habitar un lugar especial, único. Como si fuera una extranjera que nunca logra estar en este tiempo por más de unos instantes… Ayer matamos al tigre, nos acostamos en mi cuarto, se quitaron la ropa, construimos un tren. Hoy Lucio le platicó a mis pechos, comimos dulces en el escalón de la puerta de la cocina, mirando el patio, tomamos fotos.
Es tan extraño saber que este es un tiempo que no queda en su memoria con detalles. Crecerán y no recordarán esta tarde, o cualquier otra. Y a la vez, estoy segura de que cada uno de estos momentos los constituyen, van consolidándolos como personas. Para mí son un regalo que debo disfrutar como un soplo de aire que se esfuma. Jamás me había enfrentado a lo efímero de esta manera. Tiene que ver con la memoria, con esta necesidad de que los momentos perduren en los recuerdos del otro para hacerse reales… Siento que estar con mis hijos es habitar el reino de lo efímero, y a la vez lo más perdurable. Muy extraño. Quizás porque yo no sabía nada de niños. Ni de afecto.