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Los álbumes estaban en el librero sobre la cama de la sala. Cada vez que voy de visita a casa de Omama me abalanzo sobre ellos. Recorro las páginas con avidez, como buscando algo. Miro las fotos de cuando vivía en Viena y pasaba las tardes con Omama. Una niña desnuda en el jardín, lavando ropa en un balde, comiendo galletas en una banca, regando las plantas. Se ve contenta.

 

Estudio la cara de mis padres, busco alguna expresión. Después me convierto en una niña gorda. Pienso que me veo triste, fea.

 

Cada verano íbamos a Viena.

 

Recuerdo el olor del cuarto, el crujido del parquet viejo, los árboles en la ventana, el frío del mosaico del baño, la escalera oscura, el miedo al pasar por la cortina que da al desván.

 

En el verano, el jardín estaba húmedo, lleno de plantas que cada año eran más salvajes porque ya nadie las podaba. Allí empecé la serie de fotos que recrean las de mi infancia. Luego, me fui a vivir a Viena para tomar fotos y cuidar a mi abuela.

 

Cuando la casa se vendió, una compañía vino a llevarse todo lo que no pudimos llevarnos. Destrozan los muebles con hachas porque no tienen valor. Duermo tres noches en un catre, sola en la casa vacía. Me despierto al amanecer para filmar con mi cámara super-8 el recorrido de la luz por las ventanas, mis pasos por los cuartos.

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